“Por
esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor
Jesucristo, de quien toma nombre toda
familia en los cielos y en la tierra, para
que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos
con poder en el hombre interior por su Espíritu; para
que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que,
arraigados y cimentados en amor, seáis
plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la
anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y
de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para
que seáis llenos de toda la plenitud de Dios.” (Efesios 3:14-19)
Un gran motivo de oración.
“doblo mis rodillas ante el Padre
de nuestro Señor Jesucristo”
En este pasaje tenemos la oración que
San Pablo elevaba a Dios por los creyentes de Efeso. En su contenido
encontramos expresada lo que es la voluntad de Dios no solo para los
cristianos efesios, sino para toda la iglesia de Jesucristo.
Todos los
cristianos debemos orar para hacer nuestras las expectativas
contenidas en esta oración.
Es la voluntad de
Dios que sepamos todo lo que se nos ha concedido en el ámbito de lo
espiritual, de manera que lo podamos hacer nuestro y disfrutar.
En pasajes
anteriores al que hemos leído y dentro de este mismo capitulo, se
nos habla de un misterio que ha sido revelado, a saber el de que los
gentiles somos coherederos y miembros de un mismo cuerpo y
copartícipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio.
En segunda de Pedro
capitulo uno se nos menciona que, Dios nos ha dado todas las cosas
que pertenecen a la vida y la piedad por su divino poder. También de
que Dios nos ha otorgado preciosas y grandísimas promesas para que
de esa forma seamos participes de su naturaleza divina.
En el pasaje que nos
ocupa, San Pablo, como un albacea de la iglesia, está informando y
declarando el testamento de la herencia que corresponde a los hijos
de Dios.
¿Quiénes son los
beneficiarios de estas riquezas? ¿Cuál es la abundancia de los
tesoros espirituales? ¿Qué es esta fortuna espiritual a la que
tenemos acceso? ¿Cómo la podemos disfrutar? ¿En que manera podemos
ser llenos de toda la plenitud de Dios?
El apóstol da
respuesta a todas estas cuestiones en este pasaje que vamos a
estudiar.
La familia de
Dios.
“ de
quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra”
El propósito eterno
de Dios siempre ha sido, el tener una familia de muchos hijos
semejantes a Jesucristo.
“Entonces dijo
Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra
semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los
cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se
arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al
hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los
creó. Y los bendijo Dios, y les dijo:
Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y
señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas
las bestias que se mueven sobre la tierra.” (Génesis 1:26-28)
A causa de la
desobediencia, los hombres se apartaron de Dios, perdiendo todo el
derecho al disfrute de las promesas hechas. Perdieron su posición
ante Dios, un lugar de reconocimiento y privilegiado, respetado por
toda la creación; habiendo renunciado a su dignidad, la autoridad
que se les había conferido se disipó.
Por mucho renombre,
distinción o posición social que tenga una familia o individuo en
esta tierra, no tiene derecho a las bendiciones de Dios, ni a formar
parte de la estirpe celestial.
Si bien, es cierto,
que en un sentido natural, como dice la escritura, Dios ha hecho a
todo el linaje de los hombres de una sangre, y en esto no existe
diferencia de razas o etnias, excepto en la disposición que muestran
unos de otros en buscar a Dios.
“Y de una
sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre
toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos,
y los límites de su habitación; para que
busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle,
aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros.”
(Hechos 17:26-27)
Sin embargo, Dios no
ha desistido en ningún momento de llevar a término su plan ideado
desde la eternidad. Dios sigue queriendo tener esa familia, compuesta
de hombres y mujeres semejantes a Jesús. Una raza de hijos que
poseen la misma naturaleza espiritual de Dios, un linaje santo, un
pueblo escogido.
Los herederos de las
riquezas celestiales son, todos aquellos que han venido a ser
miembros de la familia de Dios.
Todos los que han
tomado el nombre divino de Dios, reconociéndolo como único
Salvador, Dueño y Señor de sus vidas.
Para ser parte de la
familia espiritual de Dios hay que nacer de ella, de otra forma sería
imposible pertenecer a la misma.
“A lo suyo
vino, y los suyos no le recibieron. Mas a
todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio
potestad de ser hechos hijos de Dios; los
cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de
voluntad de varón, sino de Dios.” (Juan 1:11-13)
“Respondió
Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere
de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Nicodemo
le dijo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso
entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?
Respondió Jesús: De cierto, de cierto te digo, que el
que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino
de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne
es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es.”
(Juan 3:3-6)
Dios pone nombre a
sus hijos, y eso los identifica diferenciándolos de aquellos que no
lo son, el nos conoce por ese nombre que nos da.
“Ahora, así
dice Jehová, Creador tuyo, oh Jacob, y Formador tuyo, oh Israel: No
temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú.”
(Isaias43:1)
Las riquezas
de su gloria.
“para que os
dé, conforme a las riquezas de su gloria”
A causa del pecado
de desobediencia fuimos desheredados de todo lo perteneciente al
reino de Dios, su gloria se desvaneció de nuestra existencia y
caímos en una ruina espiritual.
La obra de redención
llevada a cabo por Jesucristo, implica tanto el rescate de nuestras
vidas, como la recuperación de la herencia espiritual y todo lo
concerniente al reino de Dios. Satanás nos había despojado de todo
lo perteneciente al reino de Dios. Pero Cristo en la cruz, despojó a
los principados y a las potestades en las regiones celestiales para
devolvernos todo lo que se nos había robado por su engaño.
“El que no
escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos
nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?”
(Romanos 8:32)
Dios desea compartir
los tesoros de su reino con nosotros, riquezas incorruptibles,
infinitas, inagotables, e imperecederas.
Las escrituras nos
exhortan a no hacernos tesoros en la tierra donde todo desaparecerá
en cualquier momento, sino en el cielo, porque esos no nos serán
arrebatados.
“No os hagáis
tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde
ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros
en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde
ladrones no minan ni hurtan. Porque donde
esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.”
(Mateo 6:19-21)
La palabra de Dios
también nos alienta a que busquemos todo lo que el Señor ha logrado
para nosotros si es que nos hemos identificado con él en su muerte y
hemos resucitado a novedad de vida.
Las riquezas
espirituales se encuentran en el lugar más alto, en las cimas más
elevadas, allí donde solo Cristo ha llegado, junto al trono de Dios.
“Si, pues,
habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está
Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned
la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra.”
(Colosenses 3.1, 2)
Nos llevaría
muchísimo tiempo hacer un recuento de todo lo que Dios tiene
preparado, de la abundancia y plenitud de sus riquezas, ni en toda la
eternidad podríamos alcanzar a comprender toda la inmensidad de sus
tesoros.
El apóstol San
Pablo dijo:
“A mí, que soy
menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta
gracia de anunciar entre los gentiles el evangelio de las
inescrutables riquezas de Cristo,” (Efesios 3:8)
Antaño, Dios mostró
a sus siervos y profetas escogidos la visión de sus promesas, la
herencia que tenía para su pueblo.
Dios guió a la
nación que el había elegido, después de haberla liberado de la
tiranía de faraón, hasta las fronteras de Canaán, la tierra que
había prometido a Abrahán.
Con el fin de
reconocer la posesión fueron enviados doce espías, los cuales
volvieron con reportes asombrosos y trayendo consigo las pruebas
irrefutables del fruto de la tierra, es cierto que también era un
lugar poblado por gigantes.
Solo dos de los
espías contemplaron la situación desde una perspectiva de fe,
animando al pueblo a seguir adelante a la conquista de Canaán.
Dios les había
prometido pelear por ellos las batallas, solo tenían que avanzar y
tomar la herencia por fe.
Jesucristo es
nuestro Canaán, nuestra herencia y posesión, la vida abundante que
el nos ha prometido está a nuestra disposición, solo tenemos que
tomarla por fe, con decisión y con determinación.
El rey David decía:
“Jehová es la
porción de mi herencia y de mi copa;
Tú sustentas mi
suerte.
Las cuerdas me cayeron en lugares deleitosos,
Y es hermosa la
heredad que me ha tocado.” (Salmos 16:6)
¿Quién nos
conducirá a esta tierra de Canaán? ¿Dónde están los hombres de
fe que nos mostrarán sus frutos, porque ellos lo han gustado? ¿Dónde
se encuentran esos siervos de Dios que enseñan a la iglesia, las
riquezas de la herencia en Cristo y no sobre las riquezas de este
mundo?
Contemplemos, y
disfrutemos haciendo nuestras, algunas de las insondables riquezas de
gloria que Dios nos ha concedido y que se mencionan en el pasaje que
estamos examinando.
Fortaleza
interior.
“el ser
fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu”
Nosotros somos muy
pobres en cuanto a la fuerza y la capacidad necesarias para vivir la
vida cristiana. Ni aunque dispongamos de todos los recursos
naturales, disciplina y conocimientos adquiridos, tendremos lo
suficiente para lograr alcanzar las exigencias de la vida espiritual.
El que intenta
lograr la madurez espiritual, o producir los frutos espirituales
reuniendo todas sus fuerzas y empeño, el que procura ser victorioso
sobre sus debilidades y sobre el pecado por si mismo, solo descubrirá
la amarga derrota.
El secreto de la
fuerza que necesitamos no la encontraremos en nuestra propia alma,
quiero decir con esto en nuestra buena intención, determinación, o
emociones.
San Pablo había
descubierto por si mismo esta gran verdad, de que aunque su deseo era
hacer el bien, no tenía el poder para llevarlo a cabo.
“Porque sabemos
que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado.
Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que
quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y
si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena.
De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el
pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí,
esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está
en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago
el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.
Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el
pecado que mora en mí.” (Romanos 7:14-25)
El apóstol está
hablando desde la perspectiva de un creyente nacido de nuevo, alguien
que es salvo, pero que consciente de la contrariedad que está
experimentando, entiende que existe en el una naturaleza pecaminosa
que lo arrastra al fracaso.
Esta es una lucha
interior que vive todo cristiano a pesar de que amen a Dios y deseen
agradarle.
Debemos hacernos
fuertes en el hombre interior, en el espíritu, si queremos ser más
que vencedores.
Nos hace falta el
revestimiento del Espíritu Santo que es lo que nos otorga el poder.
Nuestro espíritu debe ser ungido, ese hombre interior debe ser hecho
fuerte por la intervención del Espíritu Santo.
“pero
recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu
Santo,”
Es siendo
conscientes de la presencia de Cristo que mora en nosotros por el
Espíritu Santo, y dependiendo de él que somos fortalecidos.
“Por lo demás,
hermanos míos, fortaleceos en el Señor, y en el poder de su
fuerza.” (Efesios 6:10)
Necesitamos creer
confiadamente que Dios es poderoso en nosotros y que el nos suplirá
conforme a la riqueza y la abundancia de su fuerza.
El apóstol San
Pablo aprendió el secreto de la fortaleza espiritual, de la entereza
y firmeza que debe caracterizar a un cristiano. Aunque él pudiera
sentirse débil e incapaz, afligido y rodeado de adversidad, enfermo
y necesitado, dependía de la fuerza y poder del Señor.
“Y me ha dicho:
Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad.
Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades,
para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por
lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en
afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque
cuando soy débil, entonces soy fuerte.” (2ª Corintios 12:9,10)
Es el mismo Señor
quien revela a Pablo en una manera muy especial este principio
espiritual por el que opera la gracia de Dios. Algunos podemos
sentirnos fuertes, vigorosos y con ímpetu en muchos momentos,
capaces de realizar cosas y dispuestos a comernos el mundo. Sin
embargo la mayoría de las veces esto es solo debido a la fuerza de
voluntad y una gran tenacidad, es el poder de nuestra propia alma.
Cuando viene el conflicto o aparece la enfermedad, cuando descubrimos
que la obra de Dios nos sobrepasa, entonces nos damos cuenta de
nuestras limitadas fuerzas. Entonces averiguamos cuan débiles somos,
experimentamos nuestra gran impotencia e incapacidad. El apóstol
aprendió a gloriarse en esos momentos, el se frotaba las manos en
esas situaciones, y se gozaba, porque era en esas circunstancias en
las que de una manera muy particular Dios obraba poderosamente.
En este pasaje vemos
como el Señor nos dice: “mi poder se perfecciona en la
debilidad”. Entiendo que la palabra “se perfecciona”
significa aquí que alcanza la madurez, que crece hasta su punto
máximo, de manera que se hace evidente que el poder es de Dios, no
meramente humano.
Cuanto más débil e
incapaz nos sintamos ante Dios y sus demandas, y la tarea que tenemos
por delante, la gracia de Dios actuará más libremente haciendo
manifestar su poder en nosotros.
“Y a Aquel que
es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de
lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros,”
(Efesios 3: 20)
Cristo morando
en el corazón.
“ para
que habite Cristo por la fe en vuestros corazones”
La mayor riqueza que
tiene un cristiano es a Jesucristo viviendo en su interior; es Él
su más valioso tesoro. Es la gran perla preciosa por la cual merece
la pena vender todo lo que uno pueda tener para adquirirla. Es el
tesoro que un hombre encuentra y renuncia a todo lo demás por
obtenerlo.
Cristo ha hecho su
residencia, y ha tomado posesión de aquellos que han entregado sin
reservas sus vidas a Dios. Esto es mucho más que un adorno, o un
bonito mueble que luce en nuestras casas y al que quitamos el polvo y
lo enseñamos de vez en cuando a otros. Significa que es más que
alguien al que hemos invitado por una temporada a quedarse con
nosotros, y le hemos restringido a una zona de donde no se puede
mover, ni acceder por todos los lugares de la casa.
No es posible
experimentar la riqueza de tener a Cristo morando en el corazón si
Él no tiene pleno control en nuestras vidas, si no es el dueño y
Señor absoluto.
Esta gran verdad del
Cristo presente era un misterio que había permanecido oculto por
siglos a los creyentes del antiguo testamento, pero que Dios nos lo
ha revelado y dado a conocer a nosotros. Esta riqueza no la tuvieron
los antiguos, ni pudieron disfrutarla, porque Dios la tenía
reservada como una herencia para los que íbamos a ser el fruto
directo de la vida y obra de Cristo.
Creo que muchos
creyentes no son plenamente conscientes de lo que significa y
representa el hecho de que Jesús habite en sus corazones.
“el misterio
que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha
sido manifestado a sus santos, a quienes
Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este misterio
entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de
gloria,” (Colosenses 1:26,27)
“Porque Dios,
que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que
resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del
conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.
Pero tenemos este
tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de
Dios, y no de nosotros,” (2ª Corintios 4:6,7)
Por un acto de fe,
Jesucristo vino a vivir a nuestro corazón, así fue como lo
recibimos por primera vez como al Dios invisible. A través de la
oración de fe lo aceptamos como Salvador y Señor de nuestras vidas.
Es también por fe
que podemos entender que él habita y permanece con nosotros. La fe
es el recurso espiritual que Dios nos ha concedido para que podamos
discernirlo, para que por medio de ella pueda sernos tangible y le
experimentemos de manera muy real.
Este habitar de
Cristo lleva implícito su Señorío y control en cada área de
nuestras vidas. Si él no es el dueño y soberano de todo, si no nos
estamos dejando gobernar por su voluntad, entonces no está muy claro
que él more con nosotros.
Es necesario que nos
apartemos de toda actitud que resista y coarte la libertad de acción
del Señor en nuestros corazones.
El temor de no saber
que nos puede exigir, la preocupación de que nos demande algo que no
podamos entregarle constituyen un obstáculo para su actuación y su
obrar.
Esta manera de
pensar procede del mismo diablo con el objeto de bloquearnos, a fin
de impedir que no avancemos en la vida espiritual.
Comprendamos que
Dios nos ama; que cualquier demanda que nos haga, todo lo que permita
que nos suceda en cualquier ámbito de la vida es por amor. Dios lo
tiene todo preparado en su sabiduría, hasta el más mínimo detalle,
para que seamos formados y crezcamos a la estatura del carácter de
Cristo.
“Y sabemos que
a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a
los que conforme a su propósito son llamados. Porque
a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen
hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el
primogénito entre muchos hermanos.” (Romanos 8:28,29)
Si sabemos que Dios
nos ama, como es así sin lugar a dudas, y si nosotros le amamos a
Él, no hay nada que temer.
“En el amor no
hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el
temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido
perfeccionado en el amor.” (1ª Juan 4:18)
Hemos leído también
en la carta de San Pablo a los colosenses capitulo 1, que Dios nos ha
dado a conocer las riquezas de su gloria de este misterio que es
Cristo en nosotros la esperanza de gloria.
Esta gran riqueza es
la cercanía del Hijo de Dios, su presencia espiritual morando en
cada uno de sus santos, aquellos que lo han creído y recibido.
“Le dijo Judas
(no el Iscariote): Señor, ¿cómo es que te manifestarás a
nosotros, y no al mundo? Respondió Jesús y
le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y
vendremos a él, y haremos morada con él.” (Juan
14:22,23)
En este pasaje del
evangelio de San Juan, Jesús hace referencia a la manifestación de
su presencia en los creyentes, o para ser más exacto en aquellos que
lo aman y guardan su palabra poniéndola por obra. El Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo vienen a hacer su morada, a habitar en cada
cristiano. Dios en toda su deidad y plenitud, Dios Todopoderoso, El
Admirable, el Consejero, el Padre eterno, el Príncipe de paz
viviendo en nosotros.
Ahora bien, la
voluntad de Dios es que seamos llenos de su plenitud, que el lo
abarque todo, que lo llene todo en nosotros. Como dice en otra
escritura, que seamos perfectos y cabales sin que nos falte cosa
alguna de todo aquello que Dios nos ha concedido.
¿Cómo
podemos llegar a esa abundancia? ¿En que manera vamos llegar a ser
llenos de la plenitud de Dios?
Hasta ahora hemos
podido ver por las escrituras que los que tienen acceso y derecho a
las riquezas de Dios son la familia de Dios, sus hijos espirituales.
Hemos hablado del carácter y la naturaleza de las riquezas en
gloria, que no se trata de meras posesiones materiales, sino de toda
riqueza de índole espiritual lograda por medio de la obra de Cristo.
También hemos mencionado según el pasaje, cuales son algunas de
estas riquezas de la herencia que se nos ha concedido, como la
fortaleza interior y el hecho de la presencia de Cristo morando en
nuestro corazón.
Pero lo más
relevante y que constituye el meollo del tema que estamos tratando es
la idea o principio de la última proposición que hemos apuntado.
Jesucristo habitando en nuestros corazones.
“Para que
habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que,”
El fundamento de la
vida cristiana, la experiencia y el crecimiento, el progreso en el
conocimiento de Dios y el ser llenos de su plenitud, parten de aquí,
de Cristo viviendo en nuestro ser.
Este “a fin de
que”, es decir, “con la finalidad de”, o “con el
propósito de que” es la transacción que hace Pablo para mencionar
seguidamente el proceso y los logros que podemos alcanzar desde esta
realidad.
De modo que el
apóstol pasa a mencionar ahora de que manera, y como en base a
nuestra relación con este hecho, el Cristo morando en nosotros,
vamos a alcanzar la plenitud de Dios.
De manera que
observemos en primer lugar, que Cristo nos habita con el fin de
establecer una relación intima y profunda con cada uno en
particular. “ a fin de que, arraigados y cimentados en amor,”
La idea es que como un árbol que profundiza la tierra
con sus raíces para tomar de ella las sustancias que necesita y
alimentarse, así el cristiano plantado en Cristo, hecha sus raíces
en una intimidad, en una relación de amor cada vez mas intensa y
significativa con él. Estas dos palabras “arraigados y cimentados”
nos hablan también de una firmeza, la del árbol que al estar cada
vez mas profundo en la tierra es a su vez más firme, y la del
edificio que al estar establecido sobre un buen cimiento o
fundamento, será resistente a todas las inclemencias del tiempo.
Esto implica que toda nuestra vida espiritual y su desarrollo
dependerán de que tipo de relación tengamos con Cristo.
La vida cristiana no
se basa en un sinnúmero de normas e imposiciones morales, sino en
una relación de amor y de comunión con el Señor. Es una entrega
constante de Jesús a nosotros y de nosotros a él.
Jesús nos menciona
este mismo punto del que hablamos, en el capitulo 15 de San Juan:
“Permaneced en
mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí
mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no
permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros
los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva
mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.” (Juan
15:4,5)
En este pasaje de
Juan tenemos el mismo principio que en efesios, el de Cristo morando
en nosotros. Está expresado en forma de mandato para que entendamos
que tenemos una participación, que de alguna manera somos
responsables en la experiencia práctica de esta maravillosa
realidad.
“Permaneced en
mí, y yo en vosotros.” El Señor apela a nuestra voluntad
santificada y a nuestro espíritu, para que persistamos, para que
continuemos en la posición en que hemos sido colocados. Esto
significa que es posible, que por nuestra entrega y la rendición de
nuestra voluntad a la suya, en la unión de la voluntad de Dios con
la nuestra, podemos vivir de continuo en la presencia de Dios.
El Señor nos
explica también en este pasaje que el fruto espiritual que podamos
producir, es decir, que todas las obras que agradarán a Dios en
nuestras vidas, serán solo el producto de la vida de Cristo fluyendo
en nosotros. Absorbamos la sabia de Cristo que es su vida morando en
nuestro interior, tomemos de él todo cuanto necesitemos, por fe.
“Mas por él
estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho por Dios
sabiduría, justificación, santificación y redención;
para que, como está escrito: El que se gloría,
gloríese en el Señor.” (1ª Corintios 1:30,31)
Cristo es nuestro
todo, en él está toda la plenitud de la deidad, él es todo cuanto
necesitamos. Dios no nos da un poquito de aquí y otro de allí, el
nos ha dado a Cristo y junto con él todas las cosas que pertenecen a
la vida y a la piedad.
De aquí pasamos a
exponer el siguiente punto que nos menciona San Pablo en el versículo
18; “seáis plenamente capaces de comprender con todos los
santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la
altura,”
Hemos tratado
anteriormente sobre como la vida de Cristo se manifiesta en la vida
individual de cada creyente, Cristo habitando y dándose así mismo a
cada uno de nosotros. Esto es una gran revelación de la verdad de
Dios, una realidad que hacemos nuestra por la fe y que cuanto más
profundizamos en esta relación con Cristo se hace más tangible y
mejor la percibimos.
Sin embargo debemos
entender que no podemos ser llenos de toda la plenitud de Dios fuera
de la comunión y de la participación de los santos. Dios nos llena
de su plenitud en la medida en que en nuestro espíritu, y a través
de el entendimiento espiritual comprendemos todo lo que el nos ha
provisto.
No obstante no
podemos encontrar el significado de la revelación de Dios, no la
podremos entender completamente, fuera del contexto de la iglesia.
Como miembros del
cuerpo de Cristo somos participes de toda la plenitud de Dios, ahí
es donde él nos capacita y nos llena del pleno entendimiento
espiritual.
Dios ha revelado sus
misterios a la iglesia a través de la historia y por medio de sus
santos, todos los que nos han precedido y que aun en la actualidad
están viviendo. Necesitamos de ellos, de sus testimonios, de sus
ministerios y dones con los que Dios les ha utilizado; procuremos
saber como alcanzaron el conocimiento de Dios, observemos su
conducta, como lograron la madurez y como sirvieron a Dios.
Desde los profetas
del antiguo testamento, los patriarcas de la fe y pasando por los
apóstoles, y siguiendo por todos los creyentes de todos los tiempos
Dios ha estado plasmando su voluntad y revelando sus secretos, el ha
derramado su plenitud en su pueblo, sobre su iglesia.
Podemos encontrar
banderas que están colocadas por todo lo que es la pendiente a los
lados de las cumbres espirituales, señalando aquellos lugares que
muchos de nuestros hermanos han alcanzado en su experiencia
espiritual, y si prestamos atención podemos oírles gritándonos y
alentándonos, e invitándonos a aprovechar el legado que nos han
dejado.
“y lo dio por
cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la
cual es su cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo.”
(Efesios 1:22,23)
Solo la iglesia en
su conjunto puede abarcar y contener toda la plenitud de Dios, Él
se revela abundantemente en la pluralidad del cuerpo compuesto por
sus numerosos miembros.
Es en la integración
de la iglesia y la interacción de todos los creyentes, es mediante
nuestra comunión con otros cristianos que vamos a comprender
“cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura,”
Las dimensiones de
la experiencia espiritual son muy extensas y amplias para que un solo
individuo las pueda alcanzar en su totalidad. Pero el Señor ha
derramado toda su abundancia, su gloria, sus riquezas y sabiduría
sobre la iglesia, la cual es su cuerpo la plenitud de Aquel que todo
lo llena en todo. En la comunidad cristiana el Señor suple a cada
individuo todo lo que pueda faltarle de modo que llegue a estar
completo.
En este proceso por
el cual vamos adquiriendo todo lo que Dios nos ha dado y estamos
siendo llenos de la abundancia de Dios. Debemos comprender que toda
la obra de Cristo en su vida, muerte, resurrección y ascensión, así
como en su manifestación presente en la iglesia y vida de cada
creyente. Todo lo que Dios ha hecho y pueda hacer por nosotros,
obedece al amor de Dios. Y no hay mayor expresión de este amor que
el habernos entregado a su Hijo Jesús, no existe un don mayor que
este.
Es por eso que en el
versículo 19 de efesios el apóstol continúa diciendo, “
y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios”
Entendiendo que
estamos en Cristo y Él en nosotros y que somos conscientes de ello,
que pertenecemos a una comunidad de amor que es la iglesia, donde
amamos y somos amados. Que estamos como hemos mencionado, arraigados
y cimentados en amor. Prosigamos en conocer este amor de Cristo,
vayamos mas profundo en esta intimidad con el Señor. Sigamos hacia
la perfección en esta relación con Cristo, este es el camino,
conocer su amor, apropiarnos de Él. No es suficiente para tener la
plenitud de Dios desear sus dones o recibir todas aquellas cosas que
Él nos da, necesitamos poseerle a Él, experimentar su amor en
plenitud.
Este amor sobrepasa
y excede a cualquier otro conocimiento, está muy por encima de toda
sabiduría. Amar a Cristo debería ser nuestra mayor prioridad, no
como una imposición, sino como el resultado espontáneo del efecto
que produce su entrega hacia nosotros. Le amamos porque el nos amó
primero.
Es teniendo en
cuenta todo lo que San Pablo nos expone en este pasaje, y
principalmente este último punto que nos habla de conocer el amor de
Cristo, que seremos llenos de la plenitud de Dios.
Pedro
Jurado