LOS
ZAPATOS MAS RAPIDOS
Era un
pre-adolescente, por aquella época en la que los niños todavía
podían jugar en la calle tranquilamente, y esto sin que los padres
tuviesen que estar excesivamente preocupados por ellos. Tiempos en
los que el pavimento de nuestra ciudad no se hallaba aun cien por
cien cubierto de asfalto, sino que existían espacios de tierra
rojiza y el campo y los arboles se encontraban a un tiro de piedra.
Muy pocos vehículos transitaban entonces por las barriadas
circundantes al centro de la ciudad, de modo que para los críos aun
el poco asfalto que había, se convertía en terreno de juego para el
fútbol o en pista de carreras.
Las horas se hacían
cortísimas jugando en la calle toda la tarde hasta el anochecer, en
la que apurabamos los últimos minutos con entretenimientos algo más
recogidos a la luz de una de las pocas farolas que alumbraban el
barrio, y antes que se oyese la voz de nuestras respectivas madres
diciendo – ¡Ya está bien de juegos, vamos adentro! - Lleno de
churretes en la cara, las piernas y manos, aparecía en mi casa
procurando escabullirme del ojo inquisidor de mi madre, la que nada
mas entrar me decía ¡a lavarte!
Uno de nuestros
juegos preferidos era el de policías y ladrones, persecuciones por
las calles, carreras a toda pastilla, escondites para descansar y
tomar un respiro. Era estrepitoso, emocionante. Se hacia necesario
disponer de unas buenas zapatillas o tenis como se le llamaban
entonces. Los tenis de toda la vida, aquellos de lona azul con suela
y puntera de goma blanca y largos cordones blancos. Para mí, los
mejores a la hora de correr. Cuando los estrenaba inmediatamente los
ponía a prueba pensando que con ellos nadie podría cogerme. Me
sentía como si flotara, más ligero, más veloz. Hoy cuestan una
pasta esas zapatillas, pero entonces eran una de las más baratas del
mercado. El precio era lo de menos, lo importante para mí es que
eran rápidas. Con el trote que les daba no me duraban mucho, pero
entonces ya me imaginaba otra vez con unas nuevas, con energía
renovada, como si de un nuevo motor se tratase. El ritual de los
tenis comenzaba otra vez, la ilusión se despertaba una vez más,
nadie me cogerá, seré el más rápido de todos, seré el que más
alto salta.
Correr, saltar,
escapar y huir de todos y de todo. Los adultos nos hallamos
realizando todas estas cosas de una u otra manera. Estas actividades
caracterizan a los hombres y mujeres de nuestras sociedades. Eso si,
necesitamos algo que nos impulse, una creencia, un estimulo, un punto
en el que apoyarnos. No obstante, ¿nos preguntamos porque corremos o
cual es la finalidad por la que hacemos las cosas? O ¿de que
huimos? O ¿a donde queremos llegar con nuestros saltos?
El gran sabio y
apóstol Pablo declaró: “Cuando yo era niño, hablaba como
niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; pero cuando ya fui
hombre, dejé lo que era de niño.” (1ª Corintios 13:11)
No
quiero dar a entender que las actividades mencionadas son exclusivas
de la niñez y que como hombres y mujeres maduros no tenemos que
realizarlas, evidentemente no me refiero al juego de policías y
ladrones u otros juegos, sino simplemente al hecho de correr, saltar
esconderse, perseguir o ser perseguido. Pues comentando lo que dice
Pablo y haciendo una comparación, el hablar, el pensar y el juzgar,
cosas que se hacen desde niño, no se abandonan cuando uno es adulto.
Seguimos hablando, pensando y juzgando, pero ya no lo hacemos como
infantes inmaduros sino como hombres, eso suponiendo que hayamos
salido de la adolescencia.
De
modo que aunque para muchos todo sigue siendo un juego, no obstante
no han crecido, se han quedado enganchados en la niñez; otros que si
han madurado entienden que a de haber un propósito y finalidad, o
una razón lógica por la que se realizan las cosas. El correr o
saltar, el huir o llevar a cabo cualquier otra acción debe tener sus
razones, debe tener algún sentido, pues todo tiene sus riesgos, así
al menos pensamos como adultos maduros. La prudencia y el riesgo
calculado son asuntos que tomamos en cuenta antes de tomar
decisiones, y consideramos el fin para ver si merece la pena el
esfuerzo que vamos a realizar.
Ingente
multitud de niños grandes corren y corren con sus zapatos recién
adquiridos sin saber porque lo hacen, simplemente huyen o escapan.
Tal vez si les preguntásemos la razón, lo mas probable es que nos
contesten que desean conseguir unas mejores zapatillas que le hagan
saltar e incluso volar si es posible más ligeros y más libres. De
cualquier forma, lo cierto es, que multitudes exhaustas yacen en el
asfalto alquitranado, derrotados, desilusionados, mal heridos,
demasiado cansados para seguir corriendo o tan siquiera continuar
avanzando en esta jungla de cemento.
En
una ocasión el rey David prorrumpió en uno de sus Salmos:
“ ¡Quién me diera alas como de paloma! Volaría yo y
descansaría.” (Salmos 55:6)
Este
David sabia muy bien de que quería escapar, estaba muy consciente de
las razones de su anhelado deseo de huir. Sin embargo evoca a la
paloma, símbolo espiritual, figura que representa la paz y la
mansedumbre, ave en la que el Espíritu Santo de Dios fue
personificado y manifestado.
Osea
que su escape por así decirlo no sería de cualquier manera, su
huida no es como el que abandona, sino mas bien como el que remonta
en las alturas para superar los obstáculos y peligros a los que se
enfrenta.
“Volar y
descansar, subiendo alto con alas desplegadas, empujado por los
vientos hasta sobrepasar las cumbres mas altas donde se haya el
silencio. Desde cuya altura todo se ve pequeño e insignificante.
Lugares tan distantes que la gravedad parece no existir y nuestras
almas tocadas por el cielo encuentran su descanso verdadero. Mis
adversarios desmayan en los espacios donde el aire es tan puro; en
las solitarias cimas, desisten. Y sus armas contra mi se vuelven
inútiles e inservibles ”
A
este volar se refería el rey David, a que otro podría ser si no. De
que otra manera podría alzarse a tales alturas espirituales donde
hallar liberación. El lo tenía todo, o casi todo, posición y
riquezas; sin embargo no era gracias a la gran cantidad de sus
posesiones, ni estatus social, ni tampoco debido a su familia la cual
estaba en contra suya, ni a causa de sus apacibles circunstancias,
pues no tenían nada de apacibles cuando gran parte de su vida la
pasó huyendo de sus enemigos.
Por
otro lado fue culpable de haber cometido los actos más horrendos,
como adulterio y asesinato. Pero aun así voló alto, porque se
humilló profundamente en arrepentimiento, pidiendo a Dios limpiase
su corazón y que le diese un espíritu recto, y eso agradó a Dios.
Escaló las más altas cimas espirituales porque sus pies eran
ligeros y firmes como el de los ciervos monteses. Un hombre que sobre
cualquier otra posesión y pasión anhelaba a Dios; frente a las
vicisitudes que enfrentaba, Dios era su socorro, su fortaleza y su
descanso. Saltaba, corría, peleaba, volaba, vencía y alcanzaba sus
metas porque lo hacía en Dios y para Dios. Un
gigante espiritual, un guerrero de Dios, uno que fue más que
vencedor por medio del Señor que lo amó.
“¿No has
sabido, no has oído que el Dios eterno es Jehová, el cual creó los
confines de la tierra?
No desfallece ni
se fatiga con cansancio, y su entendimiento no hay quien lo alcance.
Él da esfuerzo
al cansado y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas. Los
muchachos se fatigan y se cansan, los jóvenes flaquean y caen; mas
los que esperan en Jehová tendrán nuevas fuerzas, levantarán alas
como las águilas, correrán y no se cansarán, caminarán y no se
fatigarán.” (Isaías 40:28-31)
“Por tanto,
nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de
testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y
corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos
los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el
gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el
oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios.” (Hebreos
12:1,2)
Pedro
Jurado
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